MI HONDURAS TE CUENTA
Cuentos
La esperó en una esquina, le tapó la boca con sus manos y la llevó a un monte cercano donde trató de violarla, acto que no pudo consumar por los gritos de la muchacha. Llegaron los vecinos, quienes capturaron a Samuel y lo entregaron a las autoridades Honduras
Sucedió en Valle de Ángeles, muy cerca de la ciudad de Tegucigalpa, en 1968. Ésta es la historia de una joven bonita de aquella comunidad a la que todos los hombres admiraban, pero había uno en particular que “le llevaba hambre”.
Se llamaba Sarita y su pretendiente correspondía al nombre de Samuel. Resulta que Samuel estaba obsesionado con la muchacha, aunque ella no le hacía caso, le aparecía en todas partes hasta que un día llegó a sentir miedo terrible cada vez que lo miraba. Una tarde, aquella obsesión de Samuel lo llevó a cometer un acto de violencia en contra de Sara.
La esperó en una esquina, le tapó la boca con sus manos y la llevó a un monte cercano donde trató de violarla, acto que no pudo consumar por los gritos de la muchacha. Llegaron los vecinos, quienes capturaron a Samuel y lo entregaron a las autoridades.
La indignación fue calmada por los agentes del orden público y cuando se llevaban a Samuel éste gritó: “Díganle a Sarita que aunque nunca sea mi mujer va a perder su virginidad con un animal”. Aquellas palabras causaron risa a los ahí presentes: “No cabe la menor duda de que ese hombre es un tonto”, “Los golpes que le pegamos lo dejaron más bruto de lo que es”, opinaron. Finalmente Samuel fue trasladado a la Penitenciaria Central de Tegucigalpa por la grave acusación que pesaba sobre él.
Una mañana Sara amaneció con deseos de vomitar, le dijo a su mamá que se sentía mal y la llevaron donde un médico. Luego de examinarla el doctor dijo que estaba sana y que posiblemente algo que había comido le provocó náuseas.
En los meses siguientes presentó todos los síntomas de una mujer embarazada, la barriga le iba creciendo y los vecinos comenzaron a murmurar. Nuevamente la llevaron a la clínica y el médico les explicó que la muchacha era virgen, que no estaba encinta. En los días subsiguientes fue examinada por varios médicos y el diagnostico fue el mismo: “Ella no había perdido su virginidad, no está embarazada”.
Una tía de Sarita que había llegado de San Juan de Flores manifestó que nadie iba a detectar el embarazo porque aquello era “un mal” que le habían hecho a su sobrina. Por consejos de un señor se trasladaron a Tegucigalpa en busca de una señora llamada María de la Paz, a quien conocí después de la curación de Sarita. Doña María llegó a mi oficina en ese tiempo yo trabajaba en Emisoras Unidas.
Ella sacó de un costal un bote grande que contenía el cuerpo de una tortuga sin caparazón y poco a poco me fue narrando lo sucedido en Valle de Ángeles. “Aquí están las pruebas don Jorge, ella perdió su virginidad con un animal, como lo había dicho Samuel, quien fue asesinado en la Penitenciaria Central y desde el penal le hizo la brujería. Como pude ver se trata de una tortuga y aunque la ciencia médica no lo acepte y muchas personas se burlen, el mal existe. Afortunadamente Sarita está bien, gracias a Dios yo serví humildemente para sacar el mal”, relató.
Doña María de la Paz falleció hace muchos años. Cuando conversamos me dio la impresión de ser una mujer fuerte, decidida, que no le tenía miedo a nada. El caso fue muy comentado en Valle de Ángeles y en todo el país cuando lo di a conocer por el programa radial “Cuentos y leyendas de Honduras”, aún hay personas que hacen la señal de la cruz para alejar el mal de sus vidas.
Hay quienes viven practicando brujerías para causarle daño a los demás, pero existen personas que se encargan de curar esos males, como aconteció con doña María.
Regresando al tema de la joven que fue víctima de la hechicería, podemos afirmar que en aquellos días cualquiera que miraba a Sara podría decir que estaba embarazada, pues algo se movía en su vientre como si fuera un bebé.
Los familiares de la muchacha estaban aterrados, no sabían qué hacer, los médicos y las parteras decían que no estaba embarazada pues era virgen y resultaba ridículo pensar que sin tener relaciones sexuales pudiera estar encinta. Don Zelaya, amigo de la familia, dijo claramente lo que sucedía: “Esta muchacha es víctima de una fuerte hechicería, yo conozco a la persona que la puede curar”.
Fue así que viajaron de Valle de Ángeles a la capital en busca de doña María, quien recibió a la madre de la muchacha y con la información proporcionada por ella le dijo: “ Ella va a perder su virginidad… ya veremos qué animal le pusieron en el vientre”.
Cuando la curandera llegó al Valle a una humilde vivienda hizo salir a todas las personas que ahí se encontraban y sólo permitió que la madre de Sara estuviera presente: “Vea lo que vea -dijo doña María-, oiga lo que oiga no vaya a gritar ni haga ruidos, es muy peligroso porque estas cosas son del demonio”.
A la ocho de la noche doña María le dio de beber a Sara un té de hierbas y poco después comenzaron los dolores de parto. La curandera colocó una paila llena de agua limpia al pie de la cama, los dolores continuaron hasta que finalmente Sara expulso una tortuga sin caparazón que cayó en la paila llena de agua, nadó unos minutos y luego se murió.
“Fue algo espantoso. La mamá se desmayó, la muchacha quiso ver lo que había echado y no se lo permití. Por fortuna, la gente humilde sabe obedecer y todos siguieron mis instrucciones. Quizás en este mundo existan quienes se rían de estas cosas y se burle, de ellas, pero el mal existe”, dijo doña María.
Una tarde llegó a mi oficina doña María a decirme que iba a despedirse porque pronto dejaría este mundo, pero que llevaba el recuerdo de nuestra amistad. Dos meses más tarde sus hijos me avisaron que había muerto de cáncer.
El Anillo

Leticia fue creciendo, sus padres eran miembros de la iglesia evangélica y la habían educado bajo las normas bíblicas. Asistían periódicamente a su iglesia y la joven daba muestras de su inmenso amor por Jesucristo.
A las cinco de la mañana comenzó el bullicio en las calles de Tegucigalpa. Don Francisco Espinoza se despedía de su esposa Doña Rosita con un cariñoso abrazo: “Cuida mucho a Leticia, ella es el tesoro más grande que nos ha dado Dios”, le dijo.
La pequeña niña era en verdad un tesoro para aquella familia adinerada de la capital. Don Chico, como llamaban cariñosamente al jefe de familia, era un hábil comerciante. Había logrado amasar una fortuna trabajando honestamente y cuando nació la niña fue todo un acontecimiento social.
Leticia fue creciendo, sus padres eran miembros de la iglesia evangélica y la habían educado bajo las normas bíblicas. Asistían periódicamente a su iglesia y la joven daba muestras de su inmenso amor por Jesucristo.
Era muy espiritual y sus compañeras de estudios se burlaban de ella cuando les predicaba, pero finalmente llegaron a respetarla y a consultarle cuando tenían problemas. “Que el espíritu Santo esté con ustedes todos los días de su vida”, les decía.
El clima era excelente, el sol brillaba con toda su intensidad sobre la capital. Leticia recorría las principales calles en compañía de su novio, un joven llamado Daniel, a quien conoció en la iglesia. Tomados de las manos llegaron a La Concordia, el parque maya más lindo de Centroamérica.
Una banda de palomas de Castilla se posó sobre los árboles cercanos y una a una fueron bajando al suelo cuando la muchacha comenzó a arrojarles granos de maicillo. Cuando las palomitas terminaron de comer, Daniel aprovechó la paz que reinaba en el parque para entregarle a su novia una cajita forrada con terciopelo rojo; al abrirla ella se quedó muda de asombro: era un bellísimo anillo de compromiso.
Doña Rosita y su hija esperaban ansiosas sentadas en el sofá de la amplia sala; una llave giró el pomo de la puerta y apareció don Francisco llegando de su trabajo. Al verlas tan serias preguntó: “¿Qué pasa aquí mujeres? ¿Por qué tanto misterio?”. Las dos se pusieron de pie y abrazaron al buen señor: “Mirá, papá, Daniel me juró su amor entregándome el anillo de compromiso”, dijo Leticia.
“Estamos muy felices”, expresó doña Rosita, “pronto fijaremos el día de la boda, ¿qué te parece?”. Abrazando a las dos mujeres con infinita ternura, don Francisco manifestó: “Gracias Señor, sabemos que el matrimonio es una bendición tuya y hoy llega a nuestro hogar”.
Acto seguido elevaron una oración de gracias. “Muéstrame bien ese anillo”, dijo don Chico. “¡Qué belleza hija! Cómo se ve que Daniel te ama, es una verdadera joya”. Mientras cenaban Leticia no dejaba de ver el hermoso anillo de brillantes, señal inequívoca de su compromiso matrimonial con aquel hombre que también amaba a Jesucristo. Estaba tan emocionada que al levantarse de la silla exclamó: “No lo puedo creer papá, me voy a casar con el hombre que Dios escogió para mí”.
En ese instante sucedió algo inesperado, la joven se puso pálida, temblorosa, sus padres se levantaron de sus asientos rápidamente en el instante en que ella estaba a punto de caer.
“Hija, ¿qué tienes? ¡Hija!... Dios santo, ¿qué es esto?”. Cuando el médico de la familia llegó de emergencia en una ambulancia no se pudo hacer nada, Leticia estaba muerta. Amigos, familiares y miembros de la iglesia acudieron a la vela de Leticia, sus ex compañeras de colegio y de universidad estaban ahí presentes lamentando lo sucedido. Daniel se culpaba. “Se emocionó tanto con ese anillo, yo tengo la culpa”, se reprochaba.
El sepelio se programó para las tres de la tarde del día siguiente. La joven se miraba tan linda en el ataúd, la mamá la había maquillado, le puso las manos sobre el pecho y en uno de sus dedos brillaba intensamente el anillo de compromiso. “¿Viste el anillo? Es de brillantes”, preguntó Dagoberto Urrutia. “Sí, ya lo vi”, contestó Mario Manzanares.
En el cementerio general hubo llanto y dolor, dos pastores religiosos hicieron uso de la palabra ponderando las virtudes de la difunta. La tarde llegó y al final todo quedó en silencio. Horas después, saltando sobre las tumbas del cementerio, dos hombres que llevaban palas y piochas llegaron hasta la tumba de Leticia y comenzaron a excavar. Pronto llegaron hasta el ataúd y lo subieron con lazos a la superficie, con desatornillador lograron abrir la tapa, admirando la belleza de la recién fallecida.
“El anillo, dijo Dagoberto, este anillo vale una fortuna”. “No se lo puedo quitar. ¿Qué hacemos?”, dijo el cómplice. “Aquí no hay de otra que cortarle el dedo para sacar el anillo, déjame eso a mí”. Cuando Dagoberto hirió con su navaja el dedo de la muerta, ésta abrió sus ojos. Con el pánico reflejado en sus rostros, los dos hombres quedaron petrificados. “Ayúdenme, sáquenme de aquí, se los suplico”, dijo Leticia.
Casi a la media noche tocaron a la puerta de la residencia de don Francisco.
Él y su esposa se levantaron presurosos, pensaban que se trataba de algún familiar que no había podido asistir a las honras fúnebres. Doña Rosita se desmayó al ver a su hija acompañada por aquellos hombres. Cuando la señora se recuperó se enteró de la extraña historia, se dieron cuenta que Leticia había sido víctima de un ataque catatónico, donde la víctima parece estar muerta.
Los ladrones no fueron denunciados y don Francisco los recompensó, habían salvado la vida de su hija. Extraña historia, ¿verdad? Todo lo relatado fue real y sucedió en Tegucigalpa en 1948.
El Diamante del Rico
Un Hombre muy rico tenía un vecino muy pobre. Una vez, un adivino le dijo al rico que todas sus riquezas pasarían algún día a manos de su vecino.
El rico se impresiono mucho, porque era un hombre muy tacaño. Entonces vendió todo lo que tenia y con ese dinero compro un gran diamante, que escondió en el turbante con que cubría siempre su cabeza.
– Así -dijo- cuando me muera me enterraran con el turbante y mi vecino jamás podrá disfrutar de lo que es mío.
Algún tiempo después, el hombre rico tuvo que viajar al otro lado del río. Mientras iba en el bote, el viento, llevo el turbante, que cayo en el agua y se hundió.
Ya pueden imaginarse la desesperación del rico, al ver que su fortuna desaparecía bajo el agua. Pero luego se consoló pensando: “De todos modos, si he perdido el diamante, mi vecino nunca podrá tenerlo”.
Pero, pocos días después, el vecino pobre compro un pescado en el mercado y al abrirlo encontró el diamante que el pez se había tragado.
La Última Perla
Nació un niño y todas las hadas fueron a conocerlo: el Hada de la Salud, el Hada de la Alegría, el Hada de la Fortuna, el Hada del Amor y muchas otras le llevaron, cada una, una perla.
Solo un Hada no había llegado todavía para darle su regalo.
Entonces el Ángel de la Guarda, que vigilaba cerca de la cuna del recién nacido, decidió ir en su busca.
El ángel se elevo por los aires y llego hasta una casa donde estaban velando una mujer que acababa de morir. En el marco de la ventana se encontraba el hada del Dolor que lloraba en silencio. Una lagrima al caer, se transformo en una bella perla y el ángel de la guarda se apresuro a recogerla.
-Esta es la Perla del Dolor –Dijo el Ángel-. ¡Pobre del que no la tenga! Sin esta perla, las otras perlas no tendrán ningún valor, porque quien no conoce esta perla. Jamás sabrá apreciar lo que valen todas las demás.
Y el Ángel deposito la perla en la cuna del recién nacido.

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